miércoles, 7 de diciembre de 2016

Tres aforismos sobre el engaño.

                          (todas las citas las presento con sus respectivas fuentes)                   
    

Esta es mi primera prudencia humana: dejarme engañar para no tener que precaverme contra el enemigo.
Friedrich Nietzsche -Así habló Zaratustra, página 2-.

                                                                                 


No quiero relación alguna con el que me ha engañado, pues desconfío de sus palabras.
Homero, La Iliada, capítulo IX, -Aquiles-.


                                                                               



Aunque parece que el engañar es una prueba de sutiliza o de poder, el querer engañar atestigua debilidad o malicia.
René Descartes.-Meditaciones filosóficas,IV.-

martes, 11 de octubre de 2016

Oración o meditación. ¿Qué es lo mejor para estos tiempos?



Desde el siglo pasado se ha escrito mucho sobre las técnicas de meditación, los mayores seguidores de la meditación son los modernos y postmodernos, les gusta y atrae mucho estas prácticas, y algunos muy pocos, las suelen practicar de vez en cuando, es llamativo comprobar que cuanto más se extiende esta moda, más crece en el mundo el agnosticismo y el materialismo. A lo largo de mi vida he conocido a muy poca gente que la meditación fuese una práctica habitual y metódica en su vida cotidiana, hay curas postconciliares que la practican en sustitución de los ejercicios espirituales. También he conocido a gente que ha realizado periódicamente retiros para meditar una o dos veces al año, recuerdo a un volteriano que citaba de memoria frases hechas del diccionario filosófico de Voltaire y que practicaba la meditación zen y era totalmente agnóstico; hay budistas que también son ateos y suelen tener en común el introducir y rechazar por completo la devoción en su vida mental, aunque suelen compadecerse de sus hermanos inferiores (los animales) también son vegetarianos y muy respetuosos con el medio ambiente. Hay políticos, empresarios e intelectuales que practican la concentración, la meditación y la dieta rigurosa, pero suelen practicar más la autojustificación y la complacencia. 
            -Desde mi punto de vista, el que medita, tiene que intentar introducir la devoción en su vida mental, cuando un espacio de tu mente lo cubres de naturaleza sagrada, es cuando todos tus movimientos en la conciencia impiden que entren en tu mente la crítica destructiva, el desprecio o la indiferencia. Lo profano y laico es el signo principal de esta era, por general lo sagrado suele ser rechazado cada vez más. El ideal ha bajado en gradación, la brillantez y el reconocimiento social, la apariencia y los actos vacíos y artificiosos han ocupado el espacio que antes ocupaba la devoción. 
             -Revisando unas notas de Mircea Eliade -Inmortalidad y Libertad- he recordado unos párrafos que son en sí mismo por su sencillez un tesoro para poder recuperar de manera devocional y eficazmente el camino interior tradicional en la búsqueda de la verdadera liberación, teniendo encuenta de que no estamos en la era de Perícles y que la gran mayoría de seres humanos estamos rodeados por la gran oscuridad espiritual que impregna el materialismo y el laicismo, fruto directo de lo que ellos llaman "Siglo de las Luces". La humanidad está enferma, desequilibrada y sufriendo como nunca antes en la historia por culpa del materialismo ilustrado, es por tanto que muchos necesitan de fórmulas sencillas y sagradas para poder avanzar y vislumbrar una pequeña luz en la oscuridad que pueda servir de orientación y salvación para aquellos que han tocado fondo y no están para técnicas de concentración y meditación de filosofías orientales que requieren un estado de ánimo del que carecen y lo que necesitan es una escala que les ayude a salir de hoyo en el que han caído.
               -La meditación laica, precisa de un gurú o maestro que guíe al adepto, por regla general el adepto confía ciegamente en su gurú, y suele rechazar toda metafísica relacionada con deidades angélicas o devas superiores de planos más elevados, sí aceptan la presencia de seres humanos más elevados como maestros o gurús que se encuentran en fases más elevadas que el adepto. Este tipo de metafísica es aceptada pues para ellos la verdadera divinidad es el ser humano que algún día se convertirá en Dios, sin tener que dar cuentas y mucho menos pedir o rogar ayuda a ningún tipo de deidad que pueda echarte una mano en el difícil camino de la liberación; la admiración es sustituida por la devoción. La mentalidad darwinista y freudiana está muy arraigada con el modernismo, cada cual puede valerse por sí mismo, "nadie necesita de nadie" y mucho menos de absurdas metafísicas angélicas propias de tratamiento psicoanalíticos en un cómodo diván. Viéndolo así, y desde el punto de vista de un creyente, algunos se adentran de forma temeraria en los abismos del inconsciente.
               -Regresemos a la sencillez, hay que tener en cuenta que en la actualidad la gran mayoría de las personas con las que convivimos, muchas de ellas están sumidas en conflictos y graves contradicciones, amén de dolencias y pensamientos negativos que hacen de ellas el blanco perfecto para que las influencias destructivas del mundo exterior les ataquen debilitando la mente y el espíritu hasta hacerles enfermar. ¿Cómo le explicas a un individuo en estas circunstancias, que debe gobernar su mente, para que ella no le gobierne?
               -En esta vida cotidiana tan horrible, cómo se puede ayudar a una persona con una mente debilitada y desintegrada, y seguidamente pedirla que sea receptiva y pueda llegar a comprender los principios y las técnicas muy elaboradas de interiorización, concentración, visualización, vacuidad mental, ordenación y acondicionamiento del subconsciente, ya que todos estos pasos son previos y necesarios para adentrarte en las técnicas de meditación.
               -Ya sabemos que la meditación la puede realizar cualquier ser humano aunque este no sea creyente y el sentido que tenga de la sacralidad sea nulo.

                                                                         
             

 -Muchos son los que tienen una mente vigorosa y les resulta muy fácil orientar su búsqueda en la quietud interna y creer que logra por un tiempo la permanencia en sí mismo, las experiencias, logros y conocimientos puede ser una trampa si no distingues lo permanente de lo transitorio, si no eres creyente y careces de devoción puedes llegar a conseguir grandes logros en los planos de la mente concreta, pero sólo son logros en los que por su propia naturaleza te impedirán buscar los caminos de la verdadera liberación. En esa situación de gran fortaleza, el narcisismo te obligará a olvidarte de tus semejantes que también buscan la liberación y la felicidad, aunque el estado de conciencia de muchos de ellos es confuso, ya que han olvidado el sentido y la orientación que han de dar a sus vidas, aunque desde el interior de su ser, todos intuyen que su destino no es el miserable y mezquino que nos quieren imponer en este mundo ilusorio.
               -Muchos de ellos en su ser interno saben también que tarde o temprano un día emprenderán el mismo camino que el tuyo -gran hombre de mente poderosa e ilustrado-  Es por tanto que tienes la obligación moral de ayudarles y tratar de orientarles dándoles ánimos y esperanzas con fórmulas devocionales sencillas y efectivas en las que puedan dar sus primeros pasos en el difícil camino de la liberación.


                                                 


Busca el silencio del espíritu, poco a poco evita todos los pensamientos, intenta fijar la atención en las profundidades del corazón y decir: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi" empieza repitiendo esta oración, poco a poco, como el niño que empieza a andar, repítela cien veces, luego mil, sigue a cien mil, y así hasta que incluso durmiendo, andando, corriendo, hablando o relacionándote en la vida cotidiana, que se encuentre latente en tu corazón y en tu mente constantemente, en tus ratos de soledad realíza esta oración con los ritmos respiratorios. Pasados los años cuando tu vida haya sido encauzada y posiblemente te conviertas en un prodigio de mente poderosa esta oración nunca te abandonará. Pedro

Vosotros deseáis ardientemente obtener la grandiosa y divina «fotofanía» de nuestro Salvador Jesucristo; vosotros que queréis aprehender sensiblemente en vuestro corazón el fuego más que celestial; vosotros que os esforzáis por obtener la experiencia sentida del perdón de Dios; vosotros que habéis abandonado todos los bienes de este mundo para descubrir y poseer el tesoro oculto en el terreno de vuestro corazón; vosotros que queréis desde esta tierra abrazaros alegremente a las antorchas del alma y, para ello, habéis renunciado a todas las cosas presentes; vosotros que queréis conocer y tomar con un conocimiento experimental el reino de Dios presente ante vosotros, venid para que yo os exponga la ciencia, el método de la vida eterna, o mejor, celestial, que introduce sin fatiga ni sudor a aquel que la practica en el puerto de la apatheia.

Irénée Hausherr El método de oración hesicasta "Orientación Cristiana", Volumen IX, 2, Roma 1927, página 102, profesor de Patrística y la espiritualidad cristiana oriental en el Pontificio Instituto Oriental de Roma.







jueves, 8 de septiembre de 2016

En memoria de mi abuelo García, dulzainero: La Spagna (Danza Alta) - Francisco de la Torre (c.1460 - c.1504)



En memoria de mi abuelo García (de nombre que no de apellido) fino dulzainero de fenotipo godo y de gran sensibilidad artística según mi abuela, ella me contaba que tenía siempre consigo un mamotreto con las obras de Garcilaso de la Vega. de joven se le aparecía la Virgen en los caminos de Castilla la Vieja, allá por la tierras de Pozaldez vino a Madrid, y en la capital murió loco.
Que Dios le tenga en la Gloría.

 

martes, 26 de julio de 2016

Tres aforismos sobre la inteligencia.

                             (todas las citas las presento con sus respectivas fuentes)                                                                           

Dante Durante Alighieri


Cuando a la inteligencia y a la fuerza se une la superioridad de la inteligencia, imposible es oponer resistencia alguna.
Dante Durante Alighieri (La divina comedia, -Infierno- canto XXXI.)

                                                                         
                                                                    Jaime Balmes

Cuanto más elevada es una inteligencia, menos ideas tiene, porque encierra en pocas las que, más limitadas, tiene distribuídas en muchas.
Jaime Balmes. (Filosofía fundamental. pág. 37. cap IV.


                                               
                                                                          Voltaire              
     
Dios ha dado la inteligencia al hombre para guiarlo por el buen camino y no para penetrar en la esencia de las cosas que Él ha creado.
Voltaire -Diccionario filosófico-

miércoles, 8 de junio de 2016

Tempestades de acero. El Romanticismo en la guerra y el Código del Samurai.

Ernest Junger, uno de los filósofos, escritores y novelista mas importante del siglo XX. con 16 años se alistó en la Legión Extranjera francesa, viajó por el  África francesa, la experiencia del arte de la guerra, el honor y el valor le marcó para siempre. Su obra es fundamental para conocer la personalidad de los hombres que vivieron la primera mitad del siglo XX.


Por fin me había alcanzado una bala. A la vez que percibía el balazo sentí que aquel proyectil me sajaba la vida. Mientras caía pesadamente sobre el suelo de la trinchera había alcanzado el convencimiento de que aquella vez todo había acabado, acabado de manera irrevocable. Y sin embargo, aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instantes de los que pueda decir que llegué ha ser feliz de verdad. En ese instante capté la estructura interna de la vida, como si un relampago la iluminase.

Ernest Jünger. Tempestades de acero. página 299.


                                                                         
Daidoji Yuzan. Escritor japonés, que floreció durante el período Edo, cuyo nombre completo era Daidoji Yuzan Shigesuke.

Un samurai debe ante todo tener constantemente en mente, día y noche, desde la mañana de Año Nuevo, cuando toma sus palillos para desayunar, hasta la noche del último día del año, en que paga sus facturas, el hecho de que un día ha de morir. Ésa es su principal tarea.
            Si es plenamente consciente de ello, podrá vivir conforme a la Vía de la Lealtad y del Deber Filial, evitando multitud de males y adversidades, se mantendrá libre de enfermedades y de la desgracia y, además, gozará de larga vida.
           También tendrá una personalidad distinguida  y con muchas cualidades admirables.
Daidoji Yuzan. El Código del Samurai. Introducción página I.

martes, 7 de junio de 2016

Tres aforismos sobre la maldad.

                                                                       
                                       
                           (todas las citas las presento con sus respectivas fuentes)

                                                                            Esopo
                                                                 

Por mucho que los malvados quieran hacernos creer en su bondad, su natural nos impide creerlos.
                                           -Esopo: Fábula 63. El ladrón y el lobo-


                                                                           
                                                                       Víctor Hugo

Asombra y extraña en la facilidad con que creen los malvados que todo les saldrá bien-
                         -Víctor Hugo: Los trabajadores del mar. Capítulo I, página 7-.

                                                                     
                                                                               
                                                                          Voltaire

Los malos son siempre desdichados; sirven para poner a prueba a los justos, pues no hay mal que de algún bien provenga.
                                             -Voltaire: Zadig, capítulo III, página 72-

lunes, 6 de junio de 2016

En memoria de la Arcadia de Don Armando Palacio Valdés.





                                                                               

                                                        Armando Palacio Valdés

Invocación

et in Arcadia ego.

¡Sí, yo también nací y viví en Arcadia! También supe lo que era caminar en la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías, bañarme en los arroyos cristalinos, hollar con mis pies una alfombra siempre verde. Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; al mediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculo descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de la montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos. Sonaban las esquilas del ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamos rapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierra era reposo; en el aire todo amor. Al llegar á la aldea, mi padre me recibía con un beso. El fuego chisporroteaba alegremente; la cena humeaba; una vieja servidora narraba después la historia de alguna doncella encantada, y yo quedaba dulcemente dormido sobre el regazo de mi madre.
                La Arcadia ya no existe. Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle. ¡Tan lejano! ¡Tan escondido rinconcito mío! Y sin embargo, te vieron algunos hombres sedientos de riqueza. Armados de piqueta cayeron sobre ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada. ¡Oh, si hubieras podido huir de ellos como el almizclero del cazador dejando en sus manos tu tesoro!
Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti, pero tu recuerdo vive y vivirá siempre conmigo. ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierra donde vi por primera vez la luz del día! Mi musa circuló ya caprichosa y errante por todo el ámbito de nuestra patria. Navegó entre rugientes tempestades por el océano; paseó entre naranjos por las playas de Levante; subió las escaleras de los palacios y se sentó en la mesa de los poderosos; bajó á las cabañas de los pobres y compartió su pan amasado con lágrimas; se estremeció de amor por las noches bajo la reja andaluza; elevó plegarias al Altísimo en el silencio de los claustros; cantó enronquecida y frenética en las zambras.
                ¡Y aún no ha cantado á los héroes de mi infancia! ¡Aún no te ha cantado, magnánimo Nolo! ¡Ni á ti, intrépido Celso! ¡Ni á ti, ingenioso Quino! ¡Aún no ha caído á tus pies, bella Demetria, la flor más espléndida que brotó de los campos de mi tierra! Hora es de hacerlo antes que la parca siegue mi garganta.
                Viajero, si algún día escalas las montañas de Asturias y tropiezas con la tumba del poeta, deja sobre ella una rama de madreselva. Así Dios te bendiga y guíe tus pasos con felicidad por el principado.
                Y vosotras, sagradas musas, vosotras á quien rendí toda la vida culto fervoroso y desinteresado, asistidme una vez más. Coronad mis sienes que ya blanquean con el laurel y el mirto de vuestros elegidos, y que este mi último canto sea el más suave de todos. Haced, musas celestes, que suene grato en el oído de los hombres y que, permitiéndoles olvidar un momento sus cuidados, les ayude á soportar la pesadumbre de la vida.

jueves, 26 de mayo de 2016

Tres aforismos sobre la fe.

                                 (todas las citas las presento con sus respectivas fuentes)                    

     
                  
     Anatole France



No tengo fe, pero quisiera tenerla, porque opino que es el bien más precioso de que se puede disfrutar en este mundo.
Anatole France: Historia de Cómicos, página 204, capítulo X.   

        
   

 Philip James Bailey
   
La fe es la facultad más alta de la razón.
    Philip James Bailey: The Mysthie. página 13 

        


Fiódor Mijailovich Dostoievsk

El saber se convierte siempre en duda si no está fundamentado en última instancia por la fe. La fe y la oración son las que sostienen a toda la humanidad.
Fiódor Mijailovich Dostoievsk. Un adolescente, página 3.




domingo, 15 de mayo de 2016

Los últimos días de Carl Gustav Jung.




                                        Carl Gustav Jung en el lago de Zürich









Ruth Bailey relata a Miguel Serrano sus conversaciones de los últimos días con Jung. En una carta del 16 de Junio, diez días después de su muerte, le escribe. Durante los dos últimos días vivía ya en un mundo lejano y veía en él cosas maravillosas y soberbias que yo soy incapaz de de describir. A menudo sonreía y era feliz.Cuando nos sentamos por última vez en la terraza, hablo de un sueño beatífico que había tenido; dijo "Ahora conozco la verdad, y solo me resta saber una pequeña parte de ella. Cuando la conozca, estaré muerto.
            Después tuvo todavía otro sueño que me contó por la noche. En él vio un gigantesco bloque de piedra redondo que se hallaba sobre un elevado pedestal. Al pie de la piedra había grabada una inscripción: En conmemoración de tu totalidad y unidad" Ruth Bailey añade la siguiente observación personal. " Durante todos aquellos días yo debiera haber sabido que iba abandonarme. Probablemente yo lo sabía en mi interior, pero me lo ocultaba. Y eso estaba bien; de otro modo, apenas habría podido hacer lo que tenía que hacer con él. Sólo así me era posible velar junto a él día y noche.
Miguel Serrano, Mis reuniones con C.G. Jung. página 121.

                                                                         

                                                                    Miguel Serrano




jueves, 12 de mayo de 2016

Helena Petrovna Blavatsky: Cuentos ocultistas y macabros. -El alma de un violín.


        El alma de un violín (literatura teosófica) 



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Capítulo I

Un anciano alemán, profesor de música, llegó a París cierto día del año 1828, estableciéndose muy modestamente en uno de los barrios más tranquilos de la gran urbe, con uno de sus discípulos. El nombre del anciano era el de Samuel Klaus y el del joven respondía al mucho más poético de Franz Stenio.
             Era este último un novel violinista dotado, según la fama, de un talento musical extraordinario; casi milagroso, mas, como era pobre y sin una reputación europea, todavía permaneció varios años desconocido e inapreciado en el seno de la capital de Francia, metrópoli de la siempre caprichosa moda occidental.
Franz Stenio había nacido en Steyer, y no contaba aún treinta años en los días a que nos vamos a referir. Naturalmente soñador y filósofo, con todas esas rarezas místicas del verdadero hombre de genio, no parecía sino uno de esos héroes inquietantes de los Cuentos fantásticos de Hoffmann. Sus primeras, edades estaban llenas de cosas extraordinarias, excéntricas, increíbles, hasta el punto de que nos vemos precisados hoy a referir su historia brevemente para la mejor inteligencia de este puntual relato.
               Nació Stenio en el seno de una familia de piadosos labriegos, moradores de una tan apartada como apacible aldeíta en el corazón de los Alpes de Steyer, y fue criado, según se dice, por los propios gnomos y demás genios del país que velaron solícitos en torno de su cuna. Creció así el niño en ese ambiente mágico de fantasmas, de hadas y de vampiros que tan esencial papel desempeñan en todos los dulces hogares de Steyer, de Esclavonia y demás del Austria meridional.
              Educado más tarde como estudiante a la sombra de los antiguos castillos rhenanos, se diría que el joven Franz había vivido toda su vida hasta entonces en ese emocionante plano llamado “de lo sobrenatural”. Además, durante algunos años estudió algo de ciencias ocultas con un gran discípulo de Kunrath y de Paracelso, por lo cual era tan diestro en hechicerías de todo género, incluso en “ceremonias mágicas” y secretos teóricos de la Alquimia, como el más ladino de los gitanos húngaros.
             No obstante todo esto, el joven Franz amaba con delirio la música y, sobre todo y ante todo, a su violín. Así que, a los veintidós años de edad, arrinconó por completo sus estudios ocultos, y se consagró desde entonces por entero a su arte, aunque permaneciendo fiel adorador de los dioses griegos, en especial de las Musas de Euterpe, en cuyo altar y en el de Pan y de Orfeo rendía el más noble culto de admiración con su instrumento, que hubiera ansiado parangonar la flauta y la lira de estos últimos dioses. Las notas de su stradivarius le alejaban sublimes de todo cuanto en este bajo mundo no fuesen sus ensueños musicales con ninfas, sirenas y demás paganas diosas de la melodía y de la poesía. Como nube de perfumado incienso, los acentos celestiales de su violín querido, subían a la altura, mientras que el joven virtuoso soñaba siempre despierto, viviendo la vida real como a través de un ambiente encantado. Así, aun en su misma aldea, donde sólo se respiraba magia y brujería, pasó siempre como un niño singularísimo, y llegó a ser todo un hombre, sin casi haber tenido juventud.
             Nunca cautivó al artista una linda cara de muchacha que fuese capaz de arrancarle de sus solitarios estudios. Su violín eran todos sus amores; en su compañía única había vivido siempre, sin contar con otro auditorio para sus conciertos musicales que los dioses y diosas de la Grecia clásica de aquellas sierras. ¡Un ininterrumpido ensueño de armonía y de luz
            ¡Cuán vívidos, cuán gloriosos, pero cuán inútiles eran estos ensueños perdurables del maravilloso Franz! ¡Él era un héroe de la música como el dios egipcio con su lira, o el dios griego con su caramillo, y hasta las diosas del amor y de la belleza dejaban sus excelsas moradas sugestionadas por el arte supremo de las escalas de su violín!…
            – ¡Oh! -se decía más de una vez el joven en sus nostalgias de un arte nunca oído -¿Podría yo atraer y encerrar una ninfa del Parnaso en el alma de mi querido violín? ¿Alcanzaría yo a robar algún día ese misterio que se cuenta de los dos grandes dioses de la música domesticando con mi canto a las fieras y embelesando a los hombres hasta obligarles también a rendirme culto?
               Tales venían siendo los ensueños de Franz, ansioso siempre de esas glorias, tan efímeras, de la fama entre los hombres. Por desgracia para él, su madre, al enviudar, le llamó a su lado a la aldea, arrancándole de la Universidad alemana en la que llevaba ya dos años. Esta llamada echó por tierra todos los proyectos del joven, a lo menos en lo relativo a su inmediato porvenir, pues, que fuera de su aldea y al calar de su casa, no contaba con los medios necesarios para satisfacer sus necesidades, por limitadas que ellas fuesen.
               Para colmo, su madre, que constituía su único amor en la tierra, falleció a poco de haber estrechado entre sus brazos a su amado benjamín, y aun se dió el caso, no sé por qué, de que las comadre s de la aldehuela desataron cruelmente sus lenguas respecto de las verdaderas causas determinantes de la muerte de la aldeana, relacionándolas acaso con la estancia de su hijo.
               La señora viuda de Stenio, en efecto, antes de regresar su Franz, era una mujer alegre, fuerte y joven todavía; un alma piadosa y temerosa, además, de Dios; que jamás faltó a misa ni dejó nunca de orar a diario. Sin embargo de ello, el primer domingo que siguió a la llegada del joven estudiante, cuando la pobre aldeana, limpiaba del polvo de varios años el librito de oraciones que Franz había usado en su infancia cuando se sentaba a su lado en la iglesia, y en el momento, en fin, en que el alegre repique de las campanas resonaba llamando a todos para la santa misa, la amante madre escuchó, con escalofrío mortal, cómo las sonoras campanadas aquellas eran ahogadas por las notas macabras del violín, respondiendo sarcástico a la llamada con las salvajes melodías de “La danza de las Brujas”. Le faltó muy poco para desmayarse a la aldeana cuando su hijo querido se negó después rotundamente a ir a misa, añadiendo, impío, que todo el tiempo pasado en la iglesia era tiempo perdido, y que además los ruidosos sones del vetusto órgano le crispaban sus nervios de artista. Para completar aquel cúmulo de enormidades blasfemas y mejor acallar las desesperadas súplicas maternales, la invitó el gran perverso a que escuchase el bellísimo “Himno al Sol”, que acababa de componer.
                 La buena señora de Stenio perdió desde aquel triste domingo la ordinaria placidez de su espíritu y fue a desahogar sus angustias y remordimientos a los pies del confesor. La respuesta del sacerdote a sus dudas llevó su alma sencilla y lógica al borde de la desesperación, pues de la severidad de aquél no recibió respecto de su hijo sino los más funestos augurios. Un continuo sobresalto, un terror sin límites avasalló desde entonces a la anciana, que no dejaba de rezar noche y día por la casi imposible salvación de su hijo, y, no contenta con hacer en vano los votos más temerarios para lograr ésta, viendo que ni aun los salmos de latín ni las humildes súplicas en alemán que dirigía a la Corte celestial entera, daban resultado alguno para con aquel réprobo, hizo varias peregrinaciones a santuarios distantes, en una de las cuales por los nevados campos del Tirol la atacó un fuerte enfriamiento que la llevó rápidamente a la tumba. Se veía, pues, que, en cierto modo, el voto de la señora Stenio se había cumplido, dado que la buena señora podía ya, en su nuevo estado de después de esta vida, realizar personalmente su visita a los santos y abogar cerca de ellos por aquel perverso que renegaba de la Iglesia, nuestra santa Madre; que tenía invencible horror al órgano y que se burlaba de los sacerdotes y de sus confesonarios.
                Bien ajeno estaba Franz a la idea de haber sido el causante verdadero, aunque inconsciente, de la muerte de su madre; lamentó de todo corazón, y de allí a pocas semanas vendió todos los trebejos de su casa y las modestas fincas de su hacienda, y, ligero así de bolsa como de preocupaciones, resolvió recorrer el mundo como un buen bohemio sin establecerse ni trabajar en nada.
               Visitó así el joven Franz Stenio las principales ciudades europeas. Depositada su modesta fortuna en un Banco, recorrió a pie Alemania y Austria, pagando con notas de su violín los hospedajes en cuantas hosterías y casas de labor visitaba, pasando no pocos días de la buena. estación entre las verduras de los campos y el augusto silencio de los bosques umbrosos, cara a cara con la Naturaleza, soñando siempre con los ojos abiertos, y reduciéndolo todo a armonías a lo Hesiodo o a lo Anacreonte, ni más ni menos que el alquimista reduce todo a oro. Hasta en sus nocturnos conciertos en las hosterías y en los prados aldeanos los días de fiesta, los circunstantes eran para su artística imaginación pastores y pastoras de la feliz Arcadia que le coreaban corno al propio dios Pan en sus triunfos. El suelo de los salones, prados eran para él de las más sugestivas creaciones mitológicas; sacerdotes y sacerdotisas de Tersícore aquellos rudos labriegos y aquellas sanotas hijas de la Alemania rural, de mejillas como frescas manzanas, labios de cereza y ojos de cielo, bailando como una danza sagrada bajo las cadencias de un vals…
               Su violín, en los momentos solitarios, pasados por su dueño en lo más espeso de la selva de pinos, parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las peñas, a los musgos, a todo cuanto, como nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado, y se figuraba ver el joven, en el delirio de sus musicales ensueños, que hasta las aguas del arroyuelo detenían también su curso para seguir oyéndole, mientras la cigüeña, el águila o el hubo parecían preguntarle en su lenguaje ignorado: ¿Eres tú Franz Stenio, o el mismo Orfeo redivivo?
Aquel tiempo fue la época más feliz de su existencia de continua exaltación artística; de divinos deliquios; de ensueños inenarrables. En nada afectaran nunca al joven las últimas palabras de su madre agonizante, que murmuraran en su oído todos los horrores de una tan próxima como definitiva condenación. Aquello no podía compararse más que a su concepto músico del pagano dominio de Plutón, señor del tétrico reino de las sombras, quien, al oír su instrumento, le daba la bienvenida a sus estados como a un nuevo libertador de otra Eurídice cual la de Orfeo. Una vez más la rueda de Isi6n se había parado ante las mágicas cadencias, dando así un descanso al triste seductor de Juno y un mentís a cuantos creyesen eternos los suplicios de los condenados en aquella inabordable mansión pues que Franz mismo veía a Tántalo olvidarse de su inextinguible sed al beber en aquel torrente de armonías; a Sísifo quedar inmóvil sin sentir ya el peso de su aplastante roca, y sonrientes a las propias Furias infernales. Vemos, pues, que la mitología clásica era para Franz, como para tantos otros elegidos, el más seguro antídoto contra los terrores y amenazas teológicas, sobre la vieja y alta Mitología fortalecida y espiritualizada por la Música. Euterpe, por la mano de su fiel discípulo Franz, triunfaba, en fin, hasta del infierno mismo.
               Pero todo acaba pronto, ¡oh dolor!, en este infame mundo, y los ensueños del joven Franz no pudieron sustraerse a tamaña ley. Llegó, al fin, cierto día a la ciudad en cuya universidad enseñaba Samuel Klaus, su viejo profesor de violín. Cuando este santo anciano vio pobre, huérfano y solo a su discípulo favorito, sintió centuplicársele el cariño que hacia el Muchacho sentía, y estrechándole contra su noble corazón le adoptó generoso como hijo.
                El violinista Klaus parecía evocar con su grotesca y oronda persona las románicas tallas medievales, pero, desmintiendo aquellas sus apariencias de trasgo o duende fantástico, gozaba de uno de los más grandes corazones, de un alma de ternuras femeniles y de una abnegación no inferior a la de cualquiera de los mártires del Cristianismo. Al referirle su joven discípulo la historia de los últimos años de su ausencia, el viejo maestro le tomó por la mano y llevándole a su estudio le dijo tan sólo:
               – Abandona la vida errabunda y quédate aquí conmigo. Podrás lograr gloria y dinero. Yo, anciano y sin familia, no seré más que un padre para ti. Vivamos, pues, juntos, olvidando todo lo de este mundo, salvo la gloria que en breve tiempo conquistaremos.
                 Maestro y discípulo acordaron ambos pasar a París, tocando en varias ciudades alemanas del camino. Con ello, el joven Franz olvidó en breve su vida vagabunda; desechó las nostalgias de su independencia artística, despertándose, en cambio, su antigua y dormida ambición de lauros y de oro. Contento desde la muerte de su madre con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el aplauso también de los hombres mortales. Bajo la severa enseñanza de Klaus, su talento musical nativo ganaba en vigor y en magia cada día, extendiéndose la fama de sus méritos rápidamente por ciudades y villas. Las más geniales mentalidades de varios centros le proclamaron pronto violinista sin rival, el violinista único, con lo cual no hay que añadir que perdieron la cabeza al fin, tanto el maestro como el discípulo.
                Mas la capital de Francia no le concedió de buenas a primeras al joven tamaña reputación, porque es sabido que París acostumbra a hacerse por si mismo las reputaciones, sin aceptarlas bajo la fe de otros. Así que el violinista Franz llevaba ya allí tres años y remontaba aún por la áspera pendiente de su calvario como artista, cuando le acaeció un suceso que llegó a marchitar todos sus ensueños de gloria. El primer concierto de Paganini puso a la ciudad-luz en intensa conmoción. El maestro italiano apareció, y Lutecia entera cayó a sus pies.



                                                                                                                                                                Capítulo II

Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las grandezas del genio a que éste mantenía estrecho “pacto con el diablo”.
Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.
                 Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los malignos. Así, su célebre Sonata del Diablofue causa de las más terribles leyendas. Ella, conocida también por “El ensueño de Tartini”, se atribuyó a la directa inspiración del propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes 10.
                De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres cantantes, por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo, y en medio de su éxtasis, había tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a Santa Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya la cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal de Dryden alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con cuerdas, arrastrando¡, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.
             El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga, porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que con su instrumento despertaba en sus auditorios, que se dice que el gran Rossini lloró como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin desmayarse al punto. La magia de su arco le permitía al gran artista determinar a voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente y esto no se decía por nadie sin terror y de oído a oído-, que todo aquello se debía no más a que las cuerdas de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones más horribles de la necromancia.
               Esto último, por mucho que choque a sabios oídos occidentales, nada tiene de imposible, en efecto. Acaso la tradición de la misma necromancia del medioevo pudo dar lugar a tamaña leyenda, porque es un hecho probado en Ocultismo que muchos magos negros orientales, en especial los tántricas bengaleses recitadores de tantras o conjuros para atraer a los espíritus maléficos, usan, para sus perversas obras, de los propios órganos internos de los cadáveres. Ahora, por otra parte, que nos son mejor conocidos los poderes peligrosos del magnetismo, mesmerismo e hipnotismo, manejados técnicamente por los propios médicos, podría suponerse, con menos peligro que antes de ser escarnecido, que los efectos mágicos que Paganini producía con su violín, no eran debidos solamente a su genio musical, antes bien, aquellos fenómenos de pasmo, patología y sugestión experimentados por sus auditorios (pasmos que tenían algo de sobrenatural y de diabólico, según muchos de sus biógrafos), se debían a más misterioso origen que el de la impecable ejecución y técnica del maestro. De aquí también el que pudiese hasta cambiar de nombre al instrumento, haciendo, con sus melodías en la cuerda G sola, que no pareciese sino flauta el violín.
               Rumores tales podían tomar cuerpo mucho mejor antaño que ahora en que las gentes son mucho más escépticas, y llegarse a murmurar así en su ciudad natal y aun en toda Italia, que Paganini había asesinado a su esposa y más tarde a una querida, y a la que, no obstante su pasión, no tuvo inconveniente en sacrificar con sus propias manos para el logro de sus diabólicas ambiciones. Con el conocimiento previo que tenía, en efecto, respecto de diferentes artes necromantes, había conseguido luego aprisionar en el alma de su violín de Cremona las almas amantes de sus dos víctimas.
              Los íntimos de Ernesto T. W. Hoffmann, el admirable autor deEl maestro Martín, el tonelero de Nuremberg; El elixir diabólico y otras narraciones místicas y espeluznantes, aseguran que el consejero Crespel de El violín de Cremona, estaba basado en el legendario caso de Paganini, pues, según todos saben, el fantástico cuento narra cómo Crespel el violinista había encerrado en su violín el alma de una diva famosa, a quien había amado con delirio y aun había incorporado a su instrumento la pura alma de Antonia, su propia hija.
              Una nación, en fin, como Italia, que había tenido entre sus antepasados alas famosas familias necrománticas de los criminales Borgias y Médicis, bien podía fomentar leyendas como aquélla, máxime cuando cierto periodo de la juventud de Paganini resulta, en efecto, envuelto en un misterio impenetrable, lo que junto con aquella extraordinaria facilidad con la que sacaba los más extraterrestres sones de su instrumento, incluso el de la voz humana, bien pudieron dar pábulo a tamaña leyenda terrorífica.





Capítulo III

Hasta aquellos días de nuestro cuento, Franz Stenio no había oído hablar de Paganini. En tales tiempos, precursores del vapor y de la electricidad, la Prensa casi no existía, y era más corto el vuelo de la fama.
              El muchacho, devorado por la envidia, juró competir con el mago genovés, y hasta superarle si podía. ¡Sí, o alcanzaría a ser el atrevido joven el más famoso de todos los violinistas de su época, o haría añicos su indócil instrumento! El viejo Klaus aplaudió con toda su alma tan heroica determinación.
            Frotándose las manos con muestras del más loco contento, Samuel Klaus saltaba alegre sobre su pata coja como un estropeado sátiro, adulando y halagando a su discípulo predilecto, como si cumpliese el deber sagrado de consagrar a un héroe.
            Franz era capaz de sufrirlo todo, menos el fracaso. Era indiscutible que tocaba ya como un maestro; pero los críticos severos le habían afirmado que necesitaba unos cuantos años más de labor esforzada antes de que pudiese aspirar al don de arrebatar a su auditorio. Esto ocurrió hacía tres años, a la llegada a París del discípulo y el maestro. Por último, tras de un estudio desesperado durante más de dos años, en los que puede decirse que Franz no hizo otra cosa, el artista Sleyer le tenía ya preparada su primera audición en el Teatro de la ópera, ante el público más exigente del mundo. Mas ¡golpe fatal asestado a las floridas ilusiones del artista!, la presentación de Paganini entonces, se encargó de dar al traste con tan dorados ensueños. ¡Había que esperar, y no poco, ante la refulgente aparición de aquel astro único!…
              Al principio, el Envidioso Franz, se contentó con sonreír ante el ciego entusiasmo, los himnos de elogio cantados en loor del italiano y el asombro casi supersticioso con que doquiera oía pronunciar el odioso nombre, pero bien pronto éste llegó a ser para los corazones de entrambos un hierro candente que se los abrasaba. últimamente el sólo nombre de su rival cuyos éxitos eran cada día más estupendos, les producía casi accesos de locura.
             Concluyó la primera serie de conciertos sin que ni el viejo ni el joven hubiesen podido oír a Paganini y juzgar por sí mismos. Eran tan exorbitantes los precios hasta de los puestos más ínfimos y tan pequeña la esperanza de que aquel grandísimo avaro se mostrase generoso con un humilde y desconocido hermano en el Arte, que hubieron de resignarse a esperar a que la suerte los deparase el medio como a tantos otros les había acaecido. Pero llegó un día en que les fue imposible aguantar más, y, empeñando sus dos relojes, compraron dos modestos asientos para el concierto.
             ¿Cómo describir las emociones de aquella noche feliz y fatal al mismo tiempo? El auditorio estaba más enloquecido que nunca: los hombres rugían o lloraban; las damas chillaban histéricas, desmayándose, mientras que Klaus y Stenio, más pálidos que espectros, se mordían los labios en silencio. Al brotar la primera nota del arco mágico de Paganini ambos sintieron un escalofrío sobrenatural, como si la helada mano de la muerte les hubiese tocado en el corazón.                             Su tortura era violenta, sobrehumana, al par que indescriptible su emoción artística… Acabada la función a media noche, y mientras que delegados escogidos de las Sociedades filarmónicas y del Conservatorio desenganchaban los caballos del coche del coloso y lo arrastraban en triunfo hasta su casa, los dos cuitados alemanes, tambaleándose como dos ebrios y sin decirse palabra, tristes y desesperados, retornaban a su tugurio, ocupando sus acostumbrados asientos junto al fuego, hasta que Franz, pálido como la misma muerte, rompió el triste silencio, y dijo:
– ¡Samuel, Samuel, no nos queda ya más salvación que el morir!… ¿Me oís? Nada somos, nada valernos; éramos dos infelices ilusos al creer que nadie pudiese llegar a rivalizar con él, con…
               El nombre odioso, e impronunciable del mago se le atravesaba en la garganta. Lleno de rabia, impotente, se revolcó por los suelos, desesperado.
El apergaminado semblante del maestro Samuel se tornó lívido primero, y congestionado después; sus pequeños y grises ojos despedían una singular fosforescencia. Inclinándose hacia el oído de su discípulo, le dijo, con voz entrecortada y cavernosa:
            – ¡Neín, neín! ¡Te equivocas, mi Franz amado, te equivocas! Yo te enseñé del divino arte cuanto un simple mortal, cristiano viejo puede enseñar a otro mortal. ¿Tengo yo la culpa de que estos condenados italianos apelen a los recursos diabólicos de la Magia Negra, enseñados por Satanás en persona, para poder triunfar sin réplica en el mundo del arte?
Franz, al oír aquello, miró a su maestro de un modo siniestro, echando fuego por sus ojos febriles. Aquella mirada era todo un poema de la desesperación, que parecía decir:
              – Si así fuese, ¡yo no tendría tampoco inconveniente alguno en venderme en cuerpo y alma al mismísimo diablo!
Mas nada dijeron sus contraídos labios. Antes bien, apartando el joven la mirada de su maestro, se puso a contemplar como un idiota el mortecino fuego y empezó a soñar: ¡Soñaba, sí, que retornaban como antaño sus incoherentes anhelos; sus ansias, tomadas por realidades en sus años juveniles, cuando hablaba con los gnomos, con las brujas, con las hadas de la selva, inspirando las más extrahumanas melodías a su instrumento. Las siniestras sombras de Tántalo y de Sísifo resucitando como antaño en las peregrinaciones bohemias del joven, parecían decirle con inaudita perversidad:
                  – ¿Qué pueden importarte, tonto, los horrores de un infierno en el que ya no crees? Y aun en el supuesto mismo de que existiese, ¿qué otro sitio puede ser sino el grandioso lugar descrito con -épicos colores por los clásicos griegos, no el de los imbéciles fanáticos modernos, es decir, una vasta región llena de sombras conscientes, entre las cuales podrías acaso gallardearte como un segundo Orfeo?
Franz indudablemente enloquecía por momentos. Ya sus ojos, inyectados en sangre, miraban de un modo excesivamente singular a su maestro. Luego, al verse sorprendido, eludía la mirada bondadosa del pobre viejo. Samuel comprendía, en efecto, el estado mental de su discípulo, e hizo cuanto podía por sacarle de él, pero todo fue en vano.
                 Franz, hijo mío -le decía -te aseguro, sí, que el funesto arte de ese italiano no es natural, no, ni debido al estudio ni al genio, ni adquirido, repito, por las vías ordinarias que siguen los demás mortales. Deja de mirarme así, de ese modo tan inquietante, porque lo que te digo no es ya un secreto para nadie. Escucha y comprenderás…
                Y haciendo un esfuerzo como para rechazar una sombra de miedo, continuó:
               – ¿Sabes bien lo que se susurraba acerca de la muerte de Tartini el de la “Danza de las brujas”? Pues que murió un sábado, a altas horas de la noche, estrangulado por su mismo demonio familiar quien antes le diese el secreto aquel de dotar de la voz humana a su violín, encerrando en el alma del instrumento el alma de una infeliz doncella a quien, al efecto, asesinase. Pues sabe además, que Paganini ha hecho otra cosa peor todavía, pues, para conseguir otro tanto para su instrumento y hacerle que pueda reír, llorar, gritar, suplicar, blasfemar u orar todo junto, con los más patéticos acentos humanos, ha asesinado no sólo a su mujer y a su querida, sino al amigo más intimo, que le amaba con delirio, haciendo, con su intestino retorcido por él mismo, las cuerdas para su violín. ¡De aquí el secreto de su genio mágico y de esas sucesiones de melodías inauditas con las que enloquecía sus públicos a diario! Estas cosas, pues, no puedes conseguirlas tú nunca, a menos que…
             El anciano no pudo concluir la frase. Algo vio entonces en la mirada diabólica del enloquecido discípulo que le dejó petrificado de espanto, y le hizo cubrirse la cara con las manos para no volver a verlo… ¡Franz tenía un rictus imponente, satánico! Sus ojos de hiena, su palidez de cadáver, lo decían todo…
Con cavernosa voz exclamó dificultosamente al fin:
              – Pero, ¿habláis seriamente?
– ¿Qué duda cabe, desde el, momento en que os empeño mi palabra de ayudaros, cueste lo que cueste respondió Samuel.
             – Es decir que -continuó el terrible joven -creéis firmemente que si yo alcanzase a contar con los medios de proporcionarme. también intestinos humanos podría igualar a Paganini y aun superarle…
El anciano se descubrió la cara, y como quien ha tomado ya una resolución heroica, añadió de un modo siniestro:
              – Los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino que tienen que haber sido arrancados ellos a alguien que le haya querido a uno con afecto desinteresado y santo. Tartini dotó a su violín con el alma de una virgen que le amaba y que murió por causa de él al ver que su amor hacia el gran músico no era por éste correspondido. Aquel efectivo diablo humano recogió en una redoma el aliento postrero de la doncella y luego le transfirió a su violín. En lo que atañe a Paganini, conviene añadir que aquel amigo por él asesinado, lo había sido con su consentimiento, en medio de la más asombrosas de las renunciaciones.
¡Oh divino poder de la voz humana, no igualado por ningún otro poder del mundo!- continuó el viejo -¿Qué magia hay en la tierra que pueda igualarse a la suya? Yo os habría enseñado también este magno, este último secreto, si no fuese porque ello equivale a arrojarse para siempre en las garras de aquel, cuyo nombre no puede pronunciarse de noche… -añadió el anciano tornando a las supersticiones de su juventud.
                Franz, en lugar de responder, se levantó de su asiento con una tranquilidad que daba frío; descolgó su violín, y de un tirón salvaje, le arrancó las cuerdas y las echó en el fuego. Las cuerdas, al quemarse, parecían silbar y retorcerse como serpientes en las ascuas. Samuel dió un grito horrorizado.
               – Por todas las brujas de la Tesalia y por las negras artes todas de Circe, la perversa maga; por el mismísimo Plutón y todas sus infernales furias, te juro, ¡oh mi santo maestro Samuel!, que no volveré a coger es violín en las manos hasta que le ponga cuerdas humanas.
                Y echando espumarajos de rabia, cayó al suelo sin sentido. El pobre maestro le alzó con ternura de madre; le depositó suavemente en el lecho y voló en busca de un médico, alarmadísimo…




Capítulo IV

Franz Stenio luchó varios días entre la vida y la muerte. El médico diagnosticó una fiebre cerebral, de la que todo podía temerse. Yacía el joven en un casi continuo delirio, y Klaus, que le cuidaba noche y día con verdadera solicitud paterna], estaba horrorizado de su propia obra. El viejo profesor, no obstante los años que llevaba tratando a su discípulo, no había comprendido hasta entonces toda la nativa brutalidad de aquel alma selvática, supersticiosa e impasible, cuya vida entera se había refugiado en la pasión por la música tan sólo, alma que únicamente podía alimentarse del aplauso, alma terrenal, inhumana; alma genuina de artista, pero con la parte divina ausente en absoluto de aquel hijo de las musas, toda imaginación y poesía cerebral, pero sin corazón, sin piedad.
                Mas de una vez, al seguir el inseguible hilo de aquella delirante fantasía, el buen anciano se creía transportado por vez primera a una región inexplorada, absurda de locura, cual si aquella naturaleza psíquica, encerrada en el débil cuerpo del enfermo, no fuese de esta Tierra, sino de algún otro planeta informe o incompleto. El terror ante todo ello le tenía también enfermo ya a él, y hasta llegó a preguntarse si valdría la pena de salvar la vida de aquella criatura infernal o dejarla morir piadosamente antes de que recobrase el uso de sus sentidos.
                Amaba no obstante demasiado a “su hijo” para así hacerlo, por lo que en el acto rechazó su mente esta última idea. Franz había hechizado el alma esencialmente música del maestro, y no parecía sino que la vida de los dos se hallaba ligada con un vínculo irrompible por el Hado mismo. Semejante convicción, adquirida en un vivo rayo de luz espiritual a la cabecera del enfermo, se decidió al fin, como si fuese una revelación, a salvar al muchacho, aun cuando fuese a costa de su ya gastada e inútil vida.
                Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fue la más terrible de cuantas habían asaltado hasta entonces al joven, quien llevaba ya veinticuatro horas sin cesar de disparatar ni de cerrar los ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus detalles más nimios. Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en sarta inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntualmente nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de antiguos conocidos. Se creía un nuevo Sísifo, atado al peñasco del Caúcaso con los cuatro fragmentos de intestino transformados en otras tantas cuerdas de violín… Un río Stix, no de negras aguas, sino de roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía enloquecido:
                – ¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi Cáucaso? ¡Pues se llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a tocar el violín!
                – ¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío! -le contestaba éste llorando y cogiéndole las manos con desesperación -¡Yo mismo, al tratar de consolarte, te he matado imprudentemente, pues que te he herido de muerte a tu imaginación al informarte acerca de las negras artes de Paganini!
                – ¡Ja, ja, ja! -replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica -Pobre viejo chocho, ¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable¡ ¡Yo la cortaría así!… ¡Tú no vales nada y sólo parecerías bien extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida en su alma el alma tuya! Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e inclinándose sobre la frente del joven abrasada por la fiebre, depositó en ella un beso largo y amantísimo…, saliendo unos instantes fuera de la estancia porque sentía que le ahogaba la desesperación. Al retornar de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz cantaba, tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción salvaje que si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los intestinos del maestro.
                   Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir. Ígneos espíritus metían en la hoguera a su queridísimo instrumento. Manos esqueléticas, manos que eran las del joven, brotando chispas y llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo para que se acercase, y abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente a él, a Samuel Klaus el maestro, “el único hombre que, al amarle tan tierna y desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serie de alguna utilidad al mundo.”
                   Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después Stenio pudo dejar el lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y sin sospechar que en sus delirios había dejado a Klaus leer en el fondo de sus más secretos pensamientos… El único resultado fatal de la enfermedad fue aquella que, firme el joven en su promesa al arrancar a su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión artística de semejante válvula, se sumid en el estudio de la Alquimia, la Quiromancia y demás artes ocultas con tanta y mayor pasión que la que antes sintiera por la música.
               
                                                                       

Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron siquiera a Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y telarañas, oscilaba colgado en su sitio, olvidado y mudo, y en medio de la profunda melancolía que se había apoderado de entrambos apenas si cruzaban la palabra. Se diría que el violín no era sino un cadáver que la fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el joven evitaba cuidadosamente toda conversación sobre la música.
Para sondear un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en ella, cierto día el anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso a tocar no sé qué tarantela. A las primeras notas Franz experimentó una sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero nada dijo. Los ojos se le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al azar por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus arrojó su instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.
Como se ve, aquello no podía continuar así.
                  Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente quizá que nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla, y dirigiéndose con resolución hacia su discípulo amado, imprimió un largo beso en la frente de éste, diciéndole amoroso:
– Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de poner fin a nuestra violenta situación?
Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños:
– Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.
Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.
Al otro día no vio Franz al anciano en su sitio de costumbre. Se vistió y pasó al comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego había sido encendido aquel día, como era el hábito de Samuel, ni se veía otra huella alguna de las ordinarias ocupaciones del maestro. Franz, extrañado de todo aquello, se sentó en su sitio de siempre al lado de la apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la que salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras su cabeza; chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y que cayó al suelo con estrépito… ¡Era la caja del violín del pobre Klaus, que caía rodando a los pies de su discípulo y vaciaba su contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra la chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que aquello produjo en el joven fue mágico.
              – ¡Samuel, Samuel! -gritó sin hallar respuesta -¿Qué es lo que pasa? -añadió, dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.
                Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz, que no lograba contestación alguna… La habitación estaba a obscuras, y al abrirla vio que Samuel Klaus yacía sobre su lecho, rígido y frío… ¡Estaba muerto!
El choque fue terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó ni lugar casi al primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a quien tanto debía… Iba, pues, a obrar en el acto, como era de temerse, cuando su vista perturbada se fijó en un escrito dirigido a él y que decía:
             “Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, enmis cuerdas, encontrarás, siempre que quieras, los ecos de mi voz, Mis gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi inmenso amor hacia ti. Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles! Coge triunfalmente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los pasos de aquel que sembró la desesperación y la desgracia en la senda de nuestras ilusiones… Preséntate altanero en cuantos lugares él se presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh, Franz querido, cuán potentes son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te bendice,
Samuel”
                Dos ardientes lágrimas pugnaron por brotar de los ojos del enloquecido Stenio, pero se evaporaron antes casi de surgir, mientras que aquéllos, con fulgores demoníacos nacidos de un orgullo y de una ambición sin límites, se fijaron con fruición en el yerto
cadáver. La pluma se resiste a escribir lo que allí pasó más tarde, una vez que se cumplieron los trámites de la ley con el suicida, porque conviene advertir que el abnegado Samuel Klaus lo había previsto todo para asegurar la impunidad de su discípulo, escribiendo una carta a la Justicia para que a nadie se culpase de su muerte.
                 Después de un casi simulacro de autopsia por parte de las autoridades judiciales, allí quedó el cadáver del pobre Klaus, a la completa voluntad de su heredero…
                 No habían transcurrido bien quince días, después de aquel de la desgracia, cuando ya estaba el violín de Franz descolgado de su sitio, desempolvado, limpio y con sus cuatro flamantes cuerdas nuevas. Su dueño, el impasible Franz Stenio, no se atrevía ni a mirarlas. Quiso tocar, pero el mismo arco parecía temblar en sus manos como el puñal en las del asesino novicio. Resolvió entonces no tocar hasta el memorable día aquel en que había de rivalizar con el odiado Paganini, y aun superarle, sin duda. Por entonces el estupendo artista no se encontraba ya en París, sino que recorría triunfa] las ciudades flamencas de Bélgica.
                Pocos días después de lo narrado, se hallaba el maestro Paganini en el comedor de su hotel, de regreso de su concierto de aquella noche y rodeado de sus constantes admiradores, cuando se te acercó un extraño joven, de mirada extraviada y selvática, que te entregó una tarjeta, con unas cuantas líneas de lápiz.
                Paganini lanzó sobre el intruso una de aquellas mágicas miradas suyas que pocos hombres podían soportar cara a cara; pero se encontró, como vulgarmente se dice, con la horma de su zapato, puesto que el joven, sin bajar la vista, la sostuvo como de potencia a potencia. Saludóle entonces fríamente, y le dijo con toda sequedad:
              – Estoy a vuestra completa disposición, caballero. Fijad la noche, y se hará como deseáis.
              Al otro día la ciudad entera supo estupefacta que se preparaba para una noche inmediata un desafío singular: el que entrañaba el cartel siguiente, fijado en todas las esquinas:
             “En la noche de…, en el Gran Teatro de la ópera, debutará ante el respetable público el joven artista alemán Franz Stenio, quien ha venido ex profeso a esta población con el solo objeto de medir sus dotes musicales como violinista con el maravilloso maestro Paganini, compitiendo con el artista famoso en la interpretación de sus más difíciles composiciones. Aceptado noblemente el reto por el maestro sin rival, Franz Stenio ejecutará en competencia con él, el conocido capricho fantástico que lleva el título de “Danza de las Brujas”.
             El efecto de la noticia aquella no pudo ser más delirante, cosa bien prevista por el avaro Paganini, que, no perdiendo nunca de vista su negocio, miraba a él tanto y más que a su propio arte. Había así doblado el precio de las localidades aquella memorable noche, no obstante lo cual el gran teatro se llenó de bote en bote.
Llegado el día del certamen, no se hablaba de otra cosa en la ciudad y aun en las vecinas. De los ojos de Stenio el sueño había huido, y toda la noche anterior la habla pasado en su habitación más inquieto que la fiera en su cubil, cayendo sobre su cama al amanecer agotado física y moralmente, cayendo, digo, en un estado comatoso que no parecía sino el prólogo de su muerte.
                Entonces tuvo esta macabra pesadilla, que parecía realidad más bien que ensueño:
                El violín estaba sobre la mesa inmediata, encerrado en su caja con llave, que el joven nunca desamparaba desde el día en que le pusiese impávido las consabidas cuerdas, y a las que no había rozado una sola vez con su arco. Desde el famoso día aquel se había ejercitado en otro instrumento.
Súbito, el dormido joven creyó ver completamente despierto como si la tapa de la caja se levantase por sí misma dejando ver el cadáver del viejo Klaus, con sus fosforescentes ojos abiertos, que le miraban suplicantes, mientras que una cavernosa al par que difusa voz, la del propio Samuel Klaus, le decía:
             – ¡Franz, hijo querido, soy muy desgraciado en esta mi nueva vida de ultratumba, porque no puedo, no, separarme de… ellas, de las cuerdas!
Éstas, como respondiendo telepáticamente a la angustia de su dueño el anciano, parecieron sonar débilmente, como un gemido…
               Aquello le dejó a Franz transido de espanto; sus cabellos se erizaban y su sangre se le helaba en las venas.
               – ¡Esto no es más que un sueño, un vano sueño! -repetía maquinalmente, para en vano darse alientos.
               – ¡Sí, he hecho todo lo posible, hijito, todo lo posible para desprenderme de estas malditas cuerdas, pero todo inútil. ¿Podrías ayudarme tú, que estás aún vivo?
Los sonidos se fueron agudizando más y más, hasta hacerse chillones y estridentes, mientras que, dentro de la caja y en toda la cavidad de la mesa, un arañar extraño como de ratas, un zumbar como de enjambre de abejas, bordoneaba angustioso y horrible.
                 Aquellos ruidos le eran bien familiares al miserable Franz, pues que los había observado a menudo desde la tarde en que había operado el macabro despojo para colocarle como pedestal de su loca ambición, pero hasta entonces había logrado persuadirse, mejor o peor, de que se trataba de una alucinación.
                 Aquello era, sin embargo, bien real, dolorosamente real. Quiso hablar, pedir socorro, huir; pero, como sucede siempre en tales casos de pesadilla, los pies quedaron clavados en el suelo y la voz expiró en su garganta. Aquellos saltos y sacudidas eran cada vez más angustiosos, hasta que llegó un momento en que sonaron unos estallidos como de algo que se rompiese dentro de la caja. La visión de su violín ya sin cuerdas mágicas le sumía en la desesperación.
                 Hizo entonces el joven un supremo esfuerzo por libertarse del íncubo que le obsesionaba, mientras que la vocecita suplicante de siempre repetía:
– ¡Hazlo, hazlo por lo que más ames; hazlo por ti mismo si no, y ayúdame a desprenderme de mi…!
                 Franz saltó hacia la entreabierta caja como el avaro a quien tratan de robarle su tesoro, o como fiera a quien disputan su presa, y en el paroxismo de su desesperación, rugió furioso crispando las manos:
                – Diablo, monstruo, o lo que seas, ¡deja quieto mi violín!
Y mientras tal decía, sujetó la caja con su izquierda y aseguró la tapa, al par que, con la derecha, dibujaba sobre ésta, mediante un trozo de la colofonia del arco, la famosa pentalfa, el Sello Salomónico, con el que en los cuentos de Las mil y una noches aprisionaba el rey en sus redomas a huestes enteras de los jinas rebeldes.
                Un aullido de protesta resonó en el interior de la cerrada caja.
               – ¡Eres un perverso ingrato, mi amado Franz! ¡Sin embargo, te perdono tu insolencia, por lo mismo que te amo! Sábete bien, no obstante, que no puedes encerrarme. ¡Mira!…
                  Y al decir esto, una obscura niebla surgió del seno de la cerrada caja, extendiéndose por la estancia toda y envolviendo en sus frías y viscosas volutas el cuerpo del aterrorizado Franz, cual los anillos de la serpiente antes de estrangular a su víctima. A su contacto de insoportable angustia, el desventurado dió un agudo grito y despertó…
               – No ha sido sino un mal sueño -exclamó abrumado el joven y oprimiendo contra su corazón la caja de su estradivarius.
                 Su violín, en efecto, estaba allí, e intactas sobre su puente sus preciadas cuerdas mágicas, con lo que recobró al punto su sangre fría de siempre. Limpió seguidamente y con esmero el instrumento, dió resina a las cerdas del arco, puso en tensión las cuerdas, templándolas, y hasta llegó a ensayar las primeras notas de LasBrujas, primero con miedo y luego con denodados bríos.
                Aquellas primeras notas de la obra, insultantes y altivas cual himno de combate, al par que dulces y majestuosas cual arpegios de serafines, revelaron al hábil Franz una nueva y gigantesca potencia en su arco. En los ligados de notas que después venían, se veían surgir iris maravillosos, cataratas de luces, tibias, perfumadas, ultraterrestres…, cual en un supremo himno de amor, de juventud y de eterna primavera. Aquellas armonías, nunca oídas, parecían poder hacer que los ríos detuviesen su curso, que las montañas se trasladasen de sitio y hasta que los poderes del infierno inexorable se enterneciesen de piedad… Los legato se convirtieron en singulares arpegios y terminaron por unos acres staccalos, semejantes a la carcajada de una harpía infernal… De nuevo asaltaron entonces a Franz los terrores astrales de la pesadilla; reconoció en aquella carcajada la propia voz de su anciano maestro Samuel y arrojó acobardado el arco.

                 No atreviéndose a continuar aquella evocación musical brujesca, encerró cuidadosamente en su caja el terrible instrumento; lo llevó al comedor, y, vistiéndose con el mayor esmero, se dió a esperar lo más tranquilamente que pudo la hora solemne de marchar a la palestra.